Londres, Londres, Londres y siempre Londres

Habría que ir a Londres cada año y varias veces. Por muchas razones, pero sobre todo porque sí.

Para ver, aprender, disfrutar o quejarse del frío, de la lluvia, de la falta de luz, de la mala fama (flema y comida) de sus sajones de pura cepa y cómo miran al resto del mundo desde la distante atalaya a la que llaman Albión. Pero se debería ir, estar allí, vivir allí un tiempo. Pisar sus calles y meterse por sus rincones, que te envuelvan la niebla y la humedad de su habitual gris. 

1991

Mes de julio. Fue la primera vez que pisé Londres en mi primer viaje al Reino Unido, con esa beca estudiantil que te conceden del típico mes para practicar inglés y convivir con una familia. A mí me tocó ir a Bournemouth, un Benidorm en el suroeste de Inglaterra, en el condado de Dorset, y punta más occidental del triángulo que forman Southampton y Portsmouth con la isla de Wight. 

Cerca, la magia de Stonehenge al lado de Salisbury, con su espectacular catedral gótica. Y también Winchester, el Camelot del rey Arturo con su tabla redonda.

Una familia estupenda con cinco gatos siameses como anfitriones, buenas amistades, la juventud y la fascinación por todo alrededor. 

A dos horas al noreste, Londres, a donde te llevan de excursión. El primer suelo que pisas es el de alrededor de la abadía de Westminster. Entonces la fascinación y la admiración se multiplican y se quedan ya en el corazón. 
Esta ciudad es fabulosa y me va a gustar ya siempre. Fue simplemente así.

Es mucho más que cientos de películas, que imágenes de televisión o las miles de historias leídas. O es quizás todas ellas. Pero no. También es lo que se siente, lo que se respira, lo que sale de verdad cuando miras alrededor y lo que ves es como si ya lo hubieras vivido o tenido dentro, como si te perteneciera.

No recuerdo mucho más de ese día, pero sí esa sensación que ya no me abandonó. Ni me ha abandonado.

1994

Ese año fue en agosto. Otra beca, aunque ya terminada la carrera. Destino: Bristol. Suroeste de Inglaterra, con el río Avon, otra bellísima catedral y... los fantasmas tan literarios y legendarios de Jim Hawkins y John Silver el Largo.

A Londres fui un fin de semana. Coincidió que venía la familia con unos amigos y me invitaron en ese hotel tan particular de Charing Cross, a dos pasos de Trafalgar Square. Fue mi primera noche en Londres, mi primera visita a Portobello y Notting Hill, a San Pablo, mis primeros paseos por Leicester Square, Picadilly y Oxford Street... Y esa vez la sensación de volver a un sitio que parece tuyo fue mucho más fuerte.

Había que regresar. Pero en serio. 

1995-1996

Siete meses más o menos. Un contrato de trabajo en el London Metropole (hoy de la cadena Hilton), un hotel en el centro. Alojamiento: un hostel en la zona norte, en el tranquilo barrio de Belsize, a dos pasos del aún más tranquilo y exclusivo Hampstead Heath.


Del otoño a la primavera. Nochebuena en casa de viaje relámpago, pero Nochevieja con doble ración de uvas y a trabajar en Año Nuevo del 96. Curro físico, cansado, de chambermaid (14 habitaciones diarias con sus 14 camas y 14 cuartos de baño). Jornadas de sol a sol, de 8 a 3, que es lo que el sol decide lucir (si es que aparece) en esa época del año. Y menos, porque en invierno a las 4 es noche cerrada.
Falta de luz, lluvia, frío... No, solo es un clima más, y de eso, lo peor es la falta de luz. Pero lo demás para mí es gloria divina.

De lo único que me arrepiento es no haber pateado más esta ciudad. Tantos barrios tan distintos, tantos rincones... Demasiado poco tiempo en aquellos días de trabajo y amistades con medio mundo metido en aquel hostel tan internacional. Taiwaneses, japoneses, franceses, chinos, rusos, griegos, holandeses, italianos y españoles, claro... Es lo único malo que tiene Londres: no hay que ir a aprender inglés, solo a practicar el inglés de todos los acentos del mundo. O también puede ocurrir alguna paradoja como la mía: que confraternices con normandos y puedas practicar dos (o tres) lenguas más. 

En fin, algunos días pude moverme. El Royal Albert Hall, alguna incursión en barrios más periféricos, a Greenwich a ver el Cutty Sark, el meridiano y el magnífico Old Royal Naval College. Y mil veces al centro. El West End o la City, cuando aún no era tanto la City y no había los rascacielos que pinchan más las nubes ahora.


O salir de trabajar y coger el autobús para recorrer toda Edgware Road hasta la esquina con Hyde Park y enfilar Oxford Street, llegar a Tottenham Court Road hasta Russell Square y de allí transbordo para subir hasta Candem Town y seguir hasta Belsize. Tres cuartos de hora largos solo para disfrutar de las calles.

Pero me aficioné más a los alrededores. A Primrose Hill y, sobre todo, al paseo hasta Hampstead, al histórico y literario The Spaniards Inn y al mirador de Parliament Hill, desde donde Londres se extiende perezosa y plana. Lo que escribí desde allí se encuentra a buen recaudo y se queda para mí.

Si hubo algún sinsabor (que lo hubo), se volvió opaco incluso entonces, difuminado por esta ciudad única. Y luego el regreso.

Más visitas

En este ahora más cercano he vuelto a Londres un par de veces. Ya soy mayor y tengo otros ojos y otra manera de ver. Pero por eso he podido apreciar aún más esta maravillosa ciudad y no he perdido esa sensación de sentirme en un lugar muy querido, admirado y que me sigue perteneciendo de alguna manera, o yo pertenezco a él. Afortunadamente sigo compartiendo recuerdos lejanos y cercanos con amistades a las que la vida nos separó pero, de todas formas, permanecerán en esos recuerdos. Y con amistades más cercanas con las que espero repetir aventuras en London City.


Id, descubridla

No os quedéis sin visitarla al menos una vez. Para muchos es suficiente con una, otros no nos cansaremos nunca y recrearemos Londres hablando, escribiendo o con un breve recuerdo de vez en cuando. 

Las ciudades las crean sus habitantes, les dan la forma con sus historias y sus pasos. Y los viajeros. Todos somos un poco de Londres (y de Madrid, París, Berlín, Roma, Pekín, Tokio, Moscú, Nueva York... y tantas más), siempre que pisemos sus calles, olamos sus aromas y nos admiremos con sus caras y colores tan distintos, siempre que respetemos su historia. Y ellas nos moldean a nosotros en el paso mucho más breve que tenemos por el mundo.

Lo peor que ocurra en sus calles, ríos, rincones y suelos solo es culpa nuestra, de la locura y la sinrazón humanas. Los horrores y errores, las torpezas y los miedos son los nuestros. Que no nos impidan seguir descubriéndolas y admirarlas. No dejemos de viajar a ellas ni de vivirlas.

En memoria de Ignacio Echeverría. D.E.P.



Fotografías de Dani Franco y mías.

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